Un escaso mes antes el Telón de Acero se había derretido por obra y arte de Gorbachov y Kaspárov (“La perestroika la hicimos entre Gorbachov y yo”, Kaspárov dixit), pero Samuel Beckett apenas puedo respirar los recién estrenados vientos del Este que ahora soplaban libres. Su personal desamparo se había agravado a mediados de ese año 89, con la muerte de su esposa Suzanne. Él no llegaría a sobrevivirla ni siquiera seis meses, dejando este lado el 22 de diciembre, hace ahora veinte años casi justos, una efeméride silenciada por estos días de visas ansiosas de novedades y fugaces buenos deseos. Veinte antes, en el 69, el enjuto dramaturgo, novelista, poeta y ensayista – uno de esos tipos con el rostro esculpido a cuchillo, que diría Sábato – había sido señalado con cierto premio sueco que la propia Suzanne calificaría de catástrofe, sabedora como nadie del profundo desequilibrio que podría acarrear en su marido la aparición imprevista de esa sirena caprichosa llamada fama. La Academia del Nobel quiso distinguir así a la quizá primera figura del póker que, junto a Ionesco, Adamov y Genet, constituía el llamado “teatro del absurdo”, ocurrencia de cierto crítico que ha producido más de un malentendido, acostumbrados como estamos a darnos por satisfechos con el primer dato que nos sirva para contestar correctamente el quesito marrón del trivial.
Si el malentendido no pasara de anecdótico, de eco lejano, no le prestaríamos importancia alguna. Pero no ha sido así: aun hoy, en un tiempo que ha fagocitado todas las corrientes artísticas – de vanguardia o no vanguardia – hasta formar una suerte de magma indistinto donde resulta casi inimaginable una propuesta que no sea de entrada “aceptable”, las obras enmarcadas bajo el rótulo de “teatro del absurdo” siguen en gran medida generando en el público no ya incomprensión sino rechazo frontal, y sus autores vistos como poco menos que masturbadores mentales con el único propósito de romper deliberadamente el vínculo entre la obra y el espectador, de levantar una cuarta pared infranqueable y hermética con la que dejar a los espectadores perdidos, confusos en sus butacas, y a ser posible con un sentimiento íntimo de haber sido despreciados.
Tal impresión dista de la motivación última de Beckett y Cía. como la verdadera fe del simple recitar de corrido una oración. Si algo movió a los autores adscritos a la corriente, fue el tratar de dar respuesta a la nueva entidad que los descomunales cambios tecnológicos, políticos, bélicos del siglo XX habían generado en el hombre moderno. La búsqueda de otras vías dramáticas, de otros cauces expresivos alejados de lo que Ionesco llamó “la dramaturgia policial” – la deliberada ilación de las causas y las consecuencias que, sin distingos de género o intención, había dominado las tablas desde Sófocles hasta Chéjov – se debió a esa inédita situación del hombre moderno, que exigía un tratamiento también inédito, otros modos de expresión capaces no ya de explicar racionalmente al hombre sino de intentar comprenderlo, lo cual es muy diferente. Pero esta nueva búsqueda no suponía en modo alguno perder de vista que es el alma del hombre, en definitiva, el único tema sobre el que el teatro versa; si la comprensión completa resulta imposible, si el intento parte de una certidumbre de fracaso, no por ello va uno a dejar de intentarlo. Éste quizá sea la mayor enseñanza – que no moraleja – del llamado “absurdo”, y sin duda de la obra de Beckett. La suya supone la apuesta más radical del grupo, y la más duradera. En el caso del dublinés, esa búsqueda adquiere en su estilo un progresivo despojamiento que le lleva desde su casi barroquismo inicial (en su ensayo sobre Proust) hasta una prosa de médula, por así decir, una escritura que pesa cada palabra, cada silencio, y donde siempre se dice más, infinitamente más de lo que en la página está impreso. Una búsqueda profundamente moral (toda búsqueda de estilo lo es) y personal, una exploración del interior más hondo que no siempre consigue dar el salto y alcanzar al lector/espectador, entre otras cosas porque le exige a éste que ponga algo de su parte, y no siempre estamos dispuestos; pero cuando lo logra, pocas experiencias comparables podemos encontrar.
Ya se sabe que los consejos están para no hacerlos caso, pero Beckett dejó uno de los pocos dignos de tatuaje: “Fracasa. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor.” Toda su obra, desde la interminable espera de Godot hasta el futuro desierto de Fin de partida, desde el doble viaje de Molloy hasta el río interior de El innombrable, se resume en este canto doliente y esperanzado por la afirmación de la voluntad del hombre. A veces los señores del Nobel también aciertan. Lo único absurdo en Beckett sería no leerlo, no intentarlo.
(La sombra del ciprés, enero de 2010)