El poeta se envuelve en máscaras, acude a los disfraces para descubrir el sentido de su obra y transmitirla: se disfraza para exponerse, se disfraza para desnudarse. > no ha de entenderse solo como que Flaubert es el creador único de la dama adúltera, sino que en la dama se encuentran los miedos, los anhelos, las certidumbres de su creador, y que en el proceso de la creación de la dama Flaubert fue descubriendo sus propios miedos, anhelos y certidumbres. De manera similar a la del orondo escritor francés, el delgado Bowie pudo haber dicho, y a lo mejor lo ha hecho, >, o >; en una carrera musical —y no solo musical— que abarca más de medio siglo, las sucesivas reencarnaciones del artista inglés no han sido, como tantos críticos y biógrafos han sostenido, huídas ansiosas hacia un destino desconocido, que Bowie ignoraría, muestras de la insatisfacción permanente y angustiosa que sentiría al verse encerrado en una misma piel durante un tiempo, o no únicamente: Bowie no ha pretendido sacudirse su personalidad a través de sus disfraces sucesivos sino encontrarla, hallar esas pocas certezas que pueda considerar intrasferibles y a las que acudir en los momentos de desorientación, tan frecuentes en el artista y en quien no es artista. La diferencia con el resto es que la de Bowie es una personalidad musical riquísima, de curiosidad insaciable, y por ello su búsqueda le exige apuestas más radicales, menos catalogables. Como Prince —el otro camaleón genial de la música popular que ha dado el siglo XX—, Bowie no ha dejado de fijarse nuevos horizontes para terminar descubriendo que el horizonte era él. Este proceso ha sido mal entendido, y copiado por infinidad de satélites que solo han alcanzado a ver la máscara, la superficie; pero todos ellos no han conseguido, con su empeño mimético, sino realzar comparativamente la originalidad de un artista irrepetible.
(El Norte de Castilla, 12/1/2012)