La primera ocasión en que esa sirena sin escrúpulos llamada fama llamó a las puertas de Orson Welles fue en forma de titular periodístico: “Dibujante de cómics, actor, poeta, apenas con diez años”. Seis más tarde, el niño prodigio decide dar el salto inverso de América a Irlanda y allí, con el desparpajo de la adolescencia y la autosuficiencia de la genialidad, se hace pasar ante los responsables del Gate Theatre por un famoso actor americano; la impostura, a este por entonces ya maestro de la sugestión y el disfraz, le da resultado y es contratado. Corría el año 1931. Tras un intento frustrado de recalar en la escena londinense – se le niega el permiso de trabajo -, brujulea por América (más teatro), Marruecos (pintura en la calle) y España (corridas de toros) antes de regresar a América y dirigir su primer gran proyecto teatral en el festival de Woodstock: tenía diecinueve años, edad que considera oportuna para casarse. Por si fuera poco, también hace radio. A estas alturas puede ya vislumbrarse que el mayor rival con que se topara Welles en vida será el tiempo, rival invencible al que, por lo demás, todos debemos de hacer frente; pero para alguien de la ambición pantagruélica de Welles, con tal ansiedad creadora y sobre todo – y ahí está la diferencia y el núcleo de su tragedia – con ese talento descomunal, es mucho más difícil, si no imposible, soportar la derrota. Desde su nueva condición de director del Federal Theatre orquestaría una serie de montajes tan polémicos como memorables, que concluyeron con la desaparición de la compañía y la expansión del nombre de Orson Welles por todo el país. La fama le seguía susurrando seductoras melodías. Este prestigio le permitió cumplir uno de sus sueños más queridos: fundó su propia compañía, el hoy legendario Mercury Theatre, donde pudo dar rienda suelta a su devoción shakespeareana y radiofónica y, más importante, trabar contacto con un elenco de actores – Joseph Cotten, Agnes Moorehead, etc. – que llegarían a formar algo así como una “mafia Welles” y que más tarde – pero no mucho más tarde – acudirían con él a la llamada de Hollywood. No mucho más tarde porque la historia quiso entonces, con uno de esos quiebros con los que de tanto en tanto nos obsequia, acelerar la llamada. La lectura dramatizada de la Guerra de los mundos provocó en América un caos mayor que si los marcianos hubieran visitado en verdad la Tierra, y a Welles lo condujo a Hollywood de manera fulminante.
Hollywood se prometía el Edén donde el genio podría por fin exprimir al máximo todo su caudal creativo. El cine, como él lo definió, era “el mejor tren de juguetes con que un niño pudiera soñar”. Bastó una película para que el sueño trocase en pesadilla. Se le ofrece un contrato inverosímil, de una absoluta libertad, cuyo primer fruto resultaría la por casi todas las encuentas considerada mejor película de la historia del cine. Por desgracia, ni el público estaba preparado para las audacias formales de Ciudadano Kane ni la infraestructura económica dispuesta a tolerar una crítica de ese orden. La fama comenzaba a cobrarse su tributo, y Welles aún tenía que realizar otros filmes para cumplir su contrato. Se embarca en tres proyectos unísonos – El cuarto mandamiento, la cinta de propaganda en favor de los aliados It’s all true, y Estambul -, compromisos que le llevan a tomar la quizá más lamentable decisión artística de su vida, y al cabo expulsándolo de la meca del cine: cede el derecho del montaje final a cambio de la percepción inmediata de sus honorarios. El resultado no se hizo esperar: fue la masacre de El cuarto mandamiento, paradigma de la tragedia-Welles en la industria del cine. Desde El cuarto… en adelante, la filmografía de Welles puede verse como la plasmación en fotogramas de una permanente lucha entre la realidad y el deseo donde al final termina casi siempre la realidad ganando el pulso. Don Quijote supone el ejemplo máximo, pero toda su obra es la constatación esencial de esta tragedia: la imposibilidad de realizar plenamente su talento; aquélla se vio mediatizada, sufriendo una fisura que quizá ningún otro realizador haya conocido, por trabas de todo orden que la realidad le impuso impía: actores no deseados, merma de presupuestos, montajes por dedos ajenos. El corpus de la obra wellesiana, que en no pocas ocasiones sólo ha logrado manifestarse en forma de idea o de primer esbozo, ha sido amputado, magullado, sobado y reemplazado. Y pese a que lo que nos ha quedado es magnífico, no podemos dejar de lamentarnos por estos abortos, estas operaciones sin anestesia, estas “mejoras” que otros tuvieron la osadía de introducir sin su permiso. Y es sin duda la de El cuarto mandamiento la amputación más dolorosa, por lo que las imágenes salvadas prometen de lo que pudo haber sido y no fue, y por el metraje que sabemos acabó en la papelera, más de una hora. Después de El cuarto… vino el desencanto, que no lograron paliar ni El extraño ni el resto de disculpas policiales – La dama de Shanghai, Mr. Arkadin, Sed de Mal – de las que Welles se valdría para hablar de los temas que en el fondo le interesaban, no otros que los tratados, con ropajes de época y decorados de cartón-piedra, en sus versiones de Shakespeare. Welles legaría otras dos versiones de clásicos de la literatura – El proceso y la breve Una historia inmortal -, antes de despedirse de la realización cinematográfica con una obra visionaria, aún hoy insuperada, del fragmentarismo, el ensamblaje y el color, precisamente él, que siempre había sido uno de los grandes maestros del plano-secuencia y el claroscuro más acusado; si no otra cosa, Fraude demostraba que, a veces, sí se puede sortear a la realidad con la imaginación.
¿Qué queda hoy, veinticinco años después de su muerte, del legado-Welles? El rastro de su rostro en 120 películas, y el de su firma en las comentadas/aludidas. Pero queda sobre todo la culpa retrospectiva por no haber sabido ver, por haberle negado el reconocimiento en vida. La suya parece escrita para uno de esos personajes shakespeareanos que con tanta dedicación encarnó.
(La sombra del ciprés, noviembre de 2010)