Era el año elegido; el año entre todos los años, el que nos representábamos en la cabeza como el idílico 2016. Y era nuestro año porque aspirábamos a ser capital cultural europea para convertirnos en el centro de las artes y del pensamiento durante 366 días –uno más porque es bisiesto–. Pero un mal viento político nos llevó la ilusión y también la lluvia de euros que tamaño evento iba a descargar en este bello pero olvidado lugar de la vieja Europa.
Entonces, allá por los albores del siglo, creíamos que cuán largo lo fiábamos, que 2016 todavía era un horizonte lejano y que sabe Dios de qué manera y cuántos de nosotros lo íbamos a divisar y, más tarde, vivir. Pensábamos en ello como el joven al que proponen un plan de jubilación para que ahorre desde hoy a varios decenios; pues no lo ve claro invertir así su dinero, porque la perspectiva se distorsiona si hay mucha distancia.
Lo veíamos lejos, sí, pero también como una oportunidad de que todas las Españas saldaran una deuda con Segovia y, de una vez por todas, nos dieran algo a cambio de poco, nos pagaran con más de lo que aportamos, situación que no suele ocurrir casi nunca. Poníamos el escenario y el extraordinario atrezzo que contiene esta ciudad y los europeos vendrían a disfrutar de nuestras cosas, eso sí dejando sus euros en nuestra bolsa. La cosa iba a ser un gran invento para esta capital de provincias, con mucha historia –en bastantes oportunidades decisiva para el país– y escasos recursos; con sobrado abolengo, pero telarañas en los bolsillos.
Y ocurrió lo inesperado para nuestro carácter ingenuo: que todo esa previsión de atar los perros con longanizas durante el entonces aún remoto 2016 se fue al traste y los canes volvieron a asegurarse con correa. Una decepción que recuerdo bien cuando ya han pasado cinco años y medio. Era finales del mes de junio, las fiestas de la ciudad, y la decisión se tomaba en Madrid, ese sitio que para los de aquí es el barrio más grande de Segovia. Pues ni así; ni con esa guasa, ni con esa autoestima tan subida. Un tipo de cuyo nombre es imposible acordarse en representación del jurado europeo dejó aturdidos a los segovianos que allí esperaban al pronunciar un demoledor: San Sebastián.
Se escapaba de esta manera –dicen que por un solo voto– una excelente ocasión para esta tierra que, por enésima vez en los últimos siglos, mordía el polvo ante la pujanza y la influencia de las ciudades periféricas. Estar y haber sido el centro del país ya no sirve frente a quienes saben llorar con más convicción. Desencanto entonces y rabia ahora porque es evidente que para Segovia hubiera significado un hito, un impulso decisivo para su economía de servicios, mientras que para la ciudad vasca, será una de las numerosas bendiciones que recibe de España y del resto de Europa.
Con el paso de más de un lustro desde aquello hemos apartado la desilusión a un lugar recóndito de la memoria. Es mejor. Y siento recordárselo hoy, en el inicio de este soñado 2016 al que un día miramos con deseo. No es mi intención que odien el año, porque se les hará muy largo, pero sí que sepan que no puedo dejar de imaginarme las calles y plazas con una intensa vida si Segovia hubiera sido la designada. Y ahora solo acierto a ver un largo y reiterado invierno al que, como siempre, trataremos de sobrevivir.