“Al mirar a los ojos de aquel hombre, mientras se alejaba y me dedicaba una luciferina sonrisa, se me detuvo el corazón. Aquel tipo era idéntico a mí, la misma altura, la misma perilla, el mismo color de ojos, la misma mirada, el pelo cortado casi al cero, la misma sonrisa…. ¡Aquel hombre era yo!
En la lejanía escuché lo que me decía:
– ¿Ofrecerías tu garganta al lobo de las rosas rojas?
De inmediato, me llevé la mano al bolsillo para desenfundar mi arma y comprendí todo: no había bolsillo, no había arma, no había mano.
Bajé la cabeza, miré mi cuerpo y observé aterrorizado que no tenía piernas, que no tenía brazos, que estaba tirado en la arena del desierto, medio cubierto de nieve, esperando la muerte….Y entonces grité. Fue cuando sonó el despertador. Marcaba las 6:66”.
El Murciélago y el Infierno (pág. 4), amazon.com