Dicen los amantes de los toros que a los diestros con duende se les perdona todo. Que disculpan un puñado de fiascos del “curroromero” de turno por la gloria de un par de magistrales muletazos. Algo así pasa con el viejo Aqualung. Ya he perdido la cuenta de las veces que le he visto en directo. Ayer, en Madrid, Ian Anderson volvió a hacerlo. Regresó al imperio de luces y sombras en el que tan feliz y paradójicamente vive instalado desde hace tiempo. Nosotros también le perdonamos todo: un set-list cansino e insultantemente repetitivo; un fulano aporreando el acordeón en demasiados temas; un solitario, tacaño y acostumbrado bis (el Locomotive, of course); incluso le perdonamos (aunque a mí me despierte instintos homicidas) la inclusión de un par de temas vergonzosos, fuera de lugar, con arreglos de titiritero y completamente extraños al fascinante estilo de Jethro Tull. Se lo perdonamos todo porque nos vuelve a emocionar hasta las lágrimas cuando se arranca con My God, con Budapest o con el increíble Thick as a brick. Por ello, merece la pena seguir adorando al viejo Aqualung, el mayor genio de la música del siglo XX. Tal vez ya no componga himnos memorables mientras profana la Abadía de Westminster. Ahora se limita a recoger frutos como un avaro y a convertirse en un excéntrico ermitaño rezando con la cruz al revés. Da lo mismo. Se merece que le sigamos la pista por si algún día se le pone en los huevos resucitar.
PD. No lisonjeen su alma de genio caprichoso cuando interprete bazofias como el jodido popurrí de Mozart o la patochada de America. El muy ladino nos puede castigar en su próxima gira con una versión de Los Pajaritos. Al acordeonista cutre ya le tiene.