Publicado en El Norte de Castilla el 26 de enero de 2023

En 1973, hace 50 años, se presentó al mundo el primer disco de un joven genio llamado Mike Oldfield, una extraña sinfonía instrumental que había estado dando tumbos de discográfica en discográfica, ya que nadie quería publicar aquella chaladura sin voces ni batería. Le tacharon de hippie loco. Mike, con su madre en el manicomio y demasiados problemas a mayores, era un tipo antisocial, destructivo y solitario. Solo la música lo mantenía a flote. Apareció entonces un tal Richard Branson que deseaba montar una discográfica. El resto es historia. Una grabación loca y artesanal en una mansión victoriana e inmensas dificultades para grabar una larga sinfonía con muchos instrumentos tocados todos por Mike, pues solo se disponía de ocho canales para grabar las pistas. De hecho, el joven genio necesitaba más alquimistas que músicos. El resultado: una obra de arte, una sucesión de capas musicales intercaladas matemáticamente, el disco instrumental más famoso e influyente de todos los tiempos. Original, extraño, innovador, inclasificable, profundo, emotivo, mágico, solemne, revelador, arriesgado, misterioso, sorprendente, revolucionario, quizá el primer disco indie (el primero en vender millones de copias sin tener una gran multinacional detrás), una obra maestra, la Capilla Sixtina en clave de Sol. La música de las esferas de la que hablaba Schopenhauer, la esencia secreta del universo, la música provocada por el movimiento de los astros en el firmamento era Tubular Bells. Hay quien relaciona este disco con la música del diablo. La culpa fue de El exorcista, que utilizó su música y dio el espaldarazo definitivo para que Tubular Bells se convirtiera en un fenómeno de masas. Mike nunca dio permiso para que eso sucediera. Él habla más de música celestial y humanista. Pues eso, que Mike Oldfield conmovió al mundo en el año de gracia de 1973. Y Dios creó el universo.