Preguntaban mis hijas cuando aún no eran como ahora unas adolescentes, el motivo por el que no tenían pueblo. Y lo hacían con aire de reproche, como si ser parte del mundo rural fuera una condición inherente a la naturaleza humana que ha de poseer todo el mundo. Argumentaban las mellizas Oti y Candelita, que así las llamo, que muchos de sus amigos del colegio se iban a pasar fines de semana y vacaciones al pueblo de su madre, su abuelo o de una tía segunda con labranza y caserón con vigas de madera.
Blanco de su malhumor y viéndolas desdichadas traté de llevarlas al pueblo donde pasé unos años y muchos veranos de mi vida. Sin embargo, no les servía porque era mi pueblo y no su pueblo. Puñeteras ellas y con respuesta para todo. Vivas y además dos, lo que muchas veces les convierte en inexpugnables. Apelé entonces a que cuando nacieron las vacaciones estivales fueron en una aldea gallega. Y abundé que el año siguiente y el posterior estuvimos meses en Casla, un pueblecito precioso al pie de la sierra segoviana, rodeado de sabinas y ubicado en la carretera que conduce de Segovia a la Nacional I, tras pasar por Torrecaballeros, Collado Hermoso, Matabuena, Arcones y Prádena, en un recorrido zigzagueante que es una maravilla.
Tampoco estaban conformes, como con el argumento de que pueblos de la costa gallega hubieran sido el destino de los siguientes veranos. Imposibles de convencer, porque ellas querían un pueblo como Dios manda, igual que el de sus amigos. Pasados los años y ya les digo con una adolescencia en vigor más o menos razonable no han vuelto a acordarse o, al menos, no me lo han recordado. Quizá cuando lean esto lo hagan y me suelten que todavía estamos a tiempo de encontrar un pueblo de los clásicos de la no menos tradicional tierra segoviana. De esos que en estas fechas de celebraciones en las que nos adentramos sin remedio se llenan de gente dispuesta a cumplir con el mandato tácito de regresar al pueblo a comer torrijas y a ver a los paisanos que se marcharon como ellos y a los que han resistido pegados al terruño.
Yo también me daré unas vueltas por la provincia para ver a esos héroes, los que fijan población cuando nadie tiene ni narices ni ideas para hacerlo. Iré a Pedraza a ver un torneo de combate medieval en el que este diario empuña la espada del compromiso con el mundo rural. Y a Villacastín donde de la misma manera recalamos en forma de exposición fotográfica. Incluso miren si busco pueblo para que mis niñas no vuelvan a preguntar que me he apuntado el Jueves Santo a una marcha senderista de Pedraza a Turégano de 23 kilómetros y con paso por Arahuetes, El Guijar y Caballar, en lo que promete ser un camino lo suficientemente largo para que me libre de algunos malos pensamientos que a veces me quedo con ganas de plasmar aquí.
Luego volveré a la ciudad con la sensación del deber cumplido con los pueblos. O eso espero. Y también regresaré con las conversaciones en la memoria de dos amigos con los que voy. Seguro que entre ellas estará el cariño por un mundo al que siempre retornamos para purgarnos de nuestros pecados y de nuestra deslealtad con los orígenes. Porque todos tenemos pueblo, más o menos enraizado, y a las mellizas algún día se lo encontraré. Pero ya cuando pasen la alterada adolescencia.