Confieso sin rubor que soy futbolero y mucho. Y también que el baloncesto, el tenis y otros deportes me gustan, aunque no los sigo con pasión. Pero el fútbol, sí. No creo que sea indigno hacerlo porque los futbolistas y buena parte de lo que les rodea sea bastante tonto por no emplear otro calificativo; seguirlo no significa que seas como ellos, como tampoco si te interesas por la política has de ser tan así –no encuentro la palabra exacta– como son en general los políticos.
Me gusta el fútbol, sí, para disgusto de algunos aficionados a esta columna quienes me han contado que pasan de ella cuando hablo de la pelota y sus alrededores. Tampoco es tantas veces como me gustaría, porque, de verdad, que me satisface un buen partido e, incluso, uno regular de mis equipos favoritos, que para eso soy forofo a varias bandas. Todo empezó como buen niño del baby boom con las colecciones de cromos, los partidos de chapas con las caras de los futbolistas, las alineaciones memorizadas y recitadas de carrerilla y las retransmisiones en blanco y negro los fines de semana.
Comenzaban los setenta y soplaban vientos favorables al Atlético de Madrid cuyo alias, el pupas, no entendía bien. ¿Cómo podía ser si esos tipos ganaban un domingo sí y otro también? ¿Cómo les llamaban así cuando los que hacían pupa eran más bien sus míticos defensas de larga melena y mirada que acojonaba? No comprendía que Luis, Gárate, Irureta y compañía que bordaban el juego fueran calificados como desdichados; o que los Ovejero, Panadero Díaz y demás exponentes de la mítica virilidad del Atlético fueran presentados con un mote tan cursi y tan poco adecuado para su imagen. Supongo que pensaría que todo era producto de la envidia, mientras me ponía mi pantalón azul de tela y la camiseta rojiblanca para salir a la calle a dar patadas a un balón más o menos de reglamento.
Sin embargo, no contaba con la televisión, ese bicho tan nocivo para los niños, se pongan como se pongan de estupendos los educadores de ahora. Ella tuvo la culpa de que cambiara mi concepto de mi Atleti. Los futboleros ya saben la historia: tocó la copa de Europa con los dedos de las manos pero no pudo agarrarla después de perder la final con el poderoso, que aún lo es, Bayern de Munich. Un gol alemán en el último suspiro para empatar y un partido de desempate unos días más tarde con goleada de los que llamaban teutones en la dichosa tele y adiós al sueño. Un disgusto enorme y un arrebato: dejé el equipo al comprobar que esos tiarrones de verdad eran unos pupas y no los gladiadores, unos, y finos estilistas, otros, que creía. Un traición de la que me arrepiento al verificar que estos días la historia se repite, como ocurre tantas veces. Vuelven a jugar ambos equipos con el Atlético despertando la simpatía de todos los españolitos, a pesar de algunos imbéciles, contra un Bayern lleno de figuras.
Ya veremos cómo termina el cuento y si los niños ahora del Atlético no se llevan una decepción y cambian a los aguerridos tipos rojiblancos por otros más flojitos pero con más fortuna. Si alguno lee esto, no lo hagais, chavales, que la vuelta atrás en la vida luego es imposible; no hay un botón en una máquina del tiempo que te haga regresar a los momentos felices en los que, aunque siempre te faltaba el puñetero cromo de Irureta, daba igual, porque era del Atlético, de los tuyos.