Contaba Santiago Carrillo en una de las últimas entrevistas que concedió antes de su muerte que ‘Suspiros de España’ era una canción de los dos bandos, durante y después de la guerra. Y aseguraba el dirigente comunista, un demonio con cuernos y rabo para el régimen franquista, que a él Concha Piquer nunca le resultó simpática «pero sí me gustaban sus canciones y esa en especial». A Carrillo, como en la copla, le pesaba la lejanía de España cuando tras la contienda se exilió a Nueva York, lugar en la que se sitúa una versión de esa eterna melodía.
Al leer aquello admito que entendí algo el drama de la guerra de nuestros abuelos. A mí la canción me emociona, imagínense a quienes dejaron su tierra atrás para no volver jamás. Una tragedia la lucha entre hermanos que se alivia –si es que se puede hallar consuelo en una situación así–, cuando encontramos lo que unía a nuestras compatriotas, como esta canción. Verlo en boca de Carrillo me hace pensar aún más que aquello fue una locura de la que sus participantes, allá donde estén, seguro que se arrepienten. O escucharla en la voz de El Cigala en ‘Soldados de Salamina’ mientras un miliciano baila con su fusil, también emociona y demuestra que esa copla era de todos, de las trincheras, por mucho que se empeñaran los cabecillas de ambos bandos.
Es evidente que hay asuntos que nos unen tengamos las ideas que queramos tener y nos pongamos como nos pongamos. Y si los suspiros tocaron la fibra sensible de los que se quedaron y de los que fueron obligados a vivir en la distancia hace ya casi ocho decenios y eso les hermanó para siempre, ahora parece no existir forma humana de que alcancen un acuerdo para convivir en el tecnológico y globalizado siglo XXI, ese en el que las ideas son tan flexibles como un junco. Pasa en el gobierno nacional y pasa, si me apuran, en su comunidad de vecinos, porque nos hemos vuelto unos buscadores empedernidos de lo que nos separa.
Pero a veces se obra el milagro y la pena mortal del pasodoble se convierte en sonrisa. Ocurrió el pasado fin de semana durante el torneo de tenis de Madrid. Nadal jugaba contra el escocés Murray y aquello pintaba bastante mal para el español de los calzoncillos pequeños. Pero ganó unos puntos seguidos y parecía resurgir. El público, más pijo que Snoopy en la pasarela Cibeles, se entusiasmó y empezó a entonar el ‘sí se puede’. Pero, horror, se dieron cuenta que el grito de ánimo es más para interpretarlo con perro y con flauta y se callaron con celeridad. Nadal hizo el resto, porque ya no volvió a reaccionar, quizá consternado ante el lapsus del respetable. Ya ven que una simple expresión puede unir, en un suspiro. Y eso que la letra no es larga y carece de recado profundo. Sin embargo, ha servido para que lo utilicen gentes diversas de tribus distintas e ideologías y formas de vida antagónicas.
Es posible mezclarnos. Unidos podemos que ya promocionan algunos. Aquí, en nuestra Segovia nos pasa estos días con Titirimundi con las actuaciones de amigos del ‘sí se puede’ a las que acuden los amigos del tenis. Todo muy bonito, precioso. Suspiros de hoy, que no conmueven como aquellos pero que son menos trágicos e, incluso, divertidos, por ridículos. No emocionan estos tiempos bobalicones, pero seguro que nuestros abuelos hubieran suspirado por tenerlos, así, en paz.