Aprendí a leer con él. Fue el ídolo de mi infancia, el que me lanzó al mundo de los libros, el que me enseñó casi todo lo que sé, con el que aprendí los valores que sostienen mi vida. Sospecho que a una buena parte de la gente de mi generación le ocurre lo mismo. Su legado es impagable. El Capitán Trueno era un hombre solidario y revolucionario, un defensor de los débiles que cumplía una función libertadora ayudando a los oprimidos a rebelarse, un amante de la cultura y de los avances científicos (de hecho, viajaba en un globo aeroestático adelantado a su tiempo, lo que le permitía llevar la bandera de la libertad, la igualdad y la solidaridad por todos los rincones del planeta).
Este año ha cumplido 50 años. Llegó a vender 350.000 ejemplares semanales y se convirtió en el tebeo más importante de este santo país. En cualquier otro sitio, su legendaria figura se habría convertido en una herencia de inmenso poder. Aquí, sin embargo, unos editores patanes y una sociedad cainita le han ninguneado (algunos ignorantes todavía piensan que el Capitán Trueno representaba la esencia y los valores del franquismo, sin saber que sus autores tuvieron problemas continuos con la censura e incluso fueron detenidos por sus actividades políticas). Ahora nos ilusionan con el proyecto de una película. Sería el tercer intento en los últimos años (incluida una historia muy avanzada del mismísimo Bajo Ulloa). Me conformaría con que un editor valiente y concienciado se arriesgase: que reeditase sus mejores títulos y que contratase a novelistas y guionistas de prestigio, a los mejores dibujantes del mundo, con el fin de parir nuevas historias. Porque, como dice el pucelano Jesús Redondo (último en poner sus lápices al servicio de nuestro héroe), “no merece que se olvide ni se deje morir”. Que hay que despertar de una vez de su letargo a nuestra particular Bella Durmiente de músculos de acero. ¿Quién se apunta a darle el primer beso?