Publicado en El Norte de Castilla el 4 de enero de 2007
Conozco pocas formas mejores de empezar el año que degustando una buena película. Iñárritu, el mago de las narraciones trenzadas, ha conseguido el milagro. Lo ha vuelto a lograr. Tras demostrarnos que casi todos los amores apasionados y salvajes acaban siendo perros y que nuestro cuerpo al morir pesa 21 gramos menos, ahora nos vuelve a cortar la sangre, a arrojarnos al vacío, a dejarnos al borde de un precipicio donde solo habita nuestra alma herida. Su nuevo juguete lleva el apropiado título de ‘Babel’ y en él nos habla de incomunicación, de dolor, de desesperación, de angustia, de gritos, de silencios. Y lo hace con un lenguaje vibrante, con unas imágenes de extrema belleza, con un lirismo exuberante, con un argumento laberíntico y coherente a partes iguales, con una trabajadísima puesta en escena en la que cada fotograma es un poema visual, con una película hermosa, compleja y profunda pero también apabullante y monstruosa. Los que conozcan la obra de Iñárritu saben que sus películas son como flechas poéticas que se clavan en el alma, como puñetazos visuales que se transforman en historias que te queman el estómago, que te agarran de los huevos y no te sueltan, que te hacen pensar, que te provocan ganas de gritar y te crean nudos en la garganta. El propio cineasta mexicano lo reconoce: «Mi obra está hecha de luz y sombra; el que quiera solo luz que se vaya a la oscuridad de Disneylandia». En Babel convergen cuatro culturas (la de un matrimonio americano en crisis, la de dos niños marroquíes a quienes el puto destino les pone un rifle entre las manos, la de una adolescente sordomuda japonesa y la de una familia mexicana), tres escenarios (el sur de Marruecos, la ciudad de Tokio y la frontera entre EE. UU. y México), dos protagonistas absorbentes (el dolor y la incomunicación) y un punto de partida (el aleteo de las alas de una mariposa puede causar un tsunami al otro lado del mundo). Y junto a todo ello, un puñado de imágenes inolvidables: Cate Blanchet pidiendo coca-cola ‘light’ en mitad del desierto marroquí, la chica japonesa desnuda y abrazada a su padre en lo alto de un rascacielos infinito, Brad Pitt apartando el teléfono para no mostrarse hundido ante su hijo, los dos niños marroquíes volando frente al viento del desierto magrebí, el político de turno intentando sacar rédito electoral de la desgracia ajena, la psicotrópica escena de la discoteca nipona (quintaesencia de la incomunicación de la chica sordomuda), la pareja americana enfrentada a sus miedos, al dolor y a una bacinilla metálica, la apabullante desesperación de una mujer en mitad del desierto mexicano. Con todas esas imágenes, Iñárritu denuncia la vergüenza que significan, en pleno siglo XXI, las fronteras y sobre todo los muros que nosotros mismos construimos a nuestro alrededor. Y nos recuerda, en última instancia, que lo único que nos une es el dolor. Que la realidad duele, vaya. Y que la globalización de mierda que tenemos no une, sino que separa, marcando aún más las diferencias entre todos los seres humanos, empujándonos inevitablemente al miedo y a la desconfianza. En fin, que han regresado los peores demonios de Babilonia y nos estamos ganando a pulso la perdición.