Publicado en El Norte de Castilla el 5 de abril de 2019
Auschwitz es el templo del horror. La conciencia que nos recuerda de manera constante e indefectible dónde se coge el camino al infierno. Un trocito del averno que sigue oliendo a muerte, a hambre, a enfermedad, a tortura, a Zyklon B. Allí fueron recluidas 1.300.000 personas. La mayoría murieron exterminadas. Hoy es patrimonio de la Humanidad de la Unesco y un museo memorial que visitan más de dos millones de personas al año. Hace un par de semanas los responsables del museo de Auschwitz publicaron el siguiente mensaje: “Cuando venga a Auschwitz recuerde que está en un lugar en el que fueron asesinadas más de un millón de personas. Respete su memoria. Hay lugares mejores para aprender a andar sobre una viga que un lugar que simboliza la deportación de cientos de miles de personas”. Cuatro fotos de cuatro cromañones haciendo equilibrios sobre las vías férreas que transportaban a los detenidos directamente a las cámaras de gas ilustraban el comentario. El debate no se ha hecho esperar. Los expertos acusan a la generación selfie de haber convertido Auschwitz en una Disneylandia para instagramers, un parque de atracciones atestado de adolescentes ignorantes más preocupados en hacerse su foto y subirla a las redes sociales que en reflexionar sobre la tragedia humana que tuvo lugar allí. El resultado: turistas graciosos y groseros posando delante de un crematorio, realizando gestos obscenos, haciéndose selfies entre risas. Pero no todo es culpa de los adolescentes, ni esa falta de empatía tiene lugar solo en sitios como Auschwitz. Casi peor es ver cómo los cretinos de turno no dejan de grabar con su móvil a gente que ha tenido un accidente y lloran en el suelo su pena. Lo vemos casi todos los días. En la pasada Volta a Cataluña un mermado estaba con su móvil grabando al pelotón en un descenso cuando un corredor perdió el control de su bici. En ese momento ya se le escucha reírse con ganas. Al verle en el suelo, incluso se mofa y comenta “ahora le robo la bici”, y mientras el ciclista grita de dolor, se acerca a él y sigue grabando en primer plano su sufrimiento. Por si fuera poco, este saco de mierda, lejos de arrepentirse, declara con posterioridad que solo lamenta haber confiado en sus amigos (al enviarles el video) acusando además al ciclista de bajar por donde no tenía que bajar. Estamos perdidos. La geometría del desprecio ya reina móvil en mano.