Publicado en El Norte de Castilla el 30 de abril de 2009.
Acabo de leer una noticia muy preocupante. Dice que Valladolid es la ciudad de España donde menos se condena por violencia machista. Únicamente un 28% de los hombres que se sentaron en el banquillo fueron declarados culpables (de hecho, en el último trimestre sólo uno de los treinta hombres juzgados fue condenado: el porcentaje más bajo, con diferencia, del país). La media en el resto del territorio nacional se situó en el 75% y en algunas ciudades de Castilla y León sobrepasó el 95%. ¿A qué se debe esta diferencia abismal entre el porcentaje de Valladolid y los del resto de las provincias? El presidente de la Audiencia Provincial justifica estos datos con aquello de que es muy difícil demostrar los malos tratos psicológicos. No opina lo mismo la presidenta de la Asociación de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales y Malos Tratos quien insiste en la poca sensibilidad de los jueces y de paso afirma con rotundidad que “cada absolución es un paso atrás para animar a que las víctimas denuncien”.
La violencia machista, guste o no, es el símbolo más irracional y cruel de la desigualdad social. Además, esta mala noticia coincide con la censura en Gran Bretaña de un anuncio contra la violencia machista, una censura a la que creíamos haber vencido pero que trabaja infatigablemente en la sombra a las órdenes de esa cosita tan cabrona de lo políticamente correcto. En el Reino Unido el problema ha alcanzado tales cotas (dos mujeres mueren a la semana por violencia doméstica) que se encargó a Joe Wright, director de ‘Expiación’ y de ‘Orgullo y Prejuicio’, el rodaje de un ‘spot’ de dos minutos para ser emitido por todas las cadenas de televisión. Por desgracia, el organismo encargado de supervisar el contenido de los anuncios publicitarios ha censurado el spot por ser «excesivamente violento». En él, Keira Knightley interpreta a una actriz que vuelve a casa tras una jornada de rodaje y se encuentra con su pareja quien le acusa de mantener una relación con un compañero de trabajo. Él le grita y le tira un trapo a la cara. Keira, sorprendida, mira hacia otro lado y, como dirigiéndose al supuesto director del anuncio, dice: «Perdona, pero esto no es lo acordado, esto no estaba en el guión». Lo hace justo antes de que le empiecen a llover golpes y patadas. En ese momento, la cámara se va alejando del escenario, en una especie de travelling de cobardía, y vemos que se quedan solos, abandonados por todos, en mitad de un set de rodaje. Es entonces cuando la pantalla nos escupe un mensaje que es algo así como la voz de nuestra conciencia o de nuestra mala conciencia: «¿No es el momento de que alguien grite ‘corten’»? Desgraciadamente, esto no es una película. Ocurre todos los días. Y lo que se ve en el anuncio no es nada comparado con la realidad. A los censores, en cambio, les parece muy violento. Tal vez esperaban un anuncio a lo Walt Disney con cervatillos y sirenitas. No sé qué es mejor si vivir escandalizado o vivir felices dentro de una mentira. ¿No se ven cosas mucho peores todos los días en la televisión? ¿Seguimos mirando para otro lado, censurando anuncios y siendo los más comprensivos del mundo mundial?
Escribe novelas y cosas así. Sus detractores dicen que los millones de libros que ha vendido se deben a su cara bonita y a su cuerpo escultural. Y no les falta razón.
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